sábado, 19 de enero de 2013

Historia de la mujer que se derrite en Sol

 
He visto tu horror, solamente de soslayo, no pude parar. Ni si quiera te dí una moneda, lo siento. Sólo traté de seguir caminando lo más rápido que podía para huir de ti, con los latidos congelados y el aire atascado en el pecho. Me recreé minuciosamente en la suciedad del andén, en cada papel en el suelo, cada chicle incrustado y pisoteado más de un millón de veces. Vi la línea amarilla tras la que se encuentra el peligro, el amenazante vacío de la vía y la irremediable oscuridad del final del túnel. Habría preferido mirar cualquier otra cosa con tal de no verte de nuevo. Incluso una rata o una cucaracha. Todo por no volver a verte, nunca más, fantasma, sin máscara y sin ópera. Ánima que vaga en el metro con un vaso de plástico en la mano, mendigando ayuda a unos vivos, que hacen todo lo posible por esquivarte. Anhelé el metro más que nunca. Miré el reloj, tres minutos. Treinta o cuarenta cómplices a mi alrededor intentando al unísono deshacer tu rostro de cera derretida de sus mentes, también la culpa. Todos allí, en el kilómetro cero, a 200 metros bajo tierra. Cada uno con su propio grillete, grillete que pesaba más antes de verte. Y tú ahí, detrás, esperándonos al final de las escaleras que desembocan en la línea uno. Te hemos visto, no hay vuelta atrás, pero intentamos enterrarte tras nuestros pensamientos con la arena de nuestros trabajos de mierda, nuestros cuernos, los amantes, los exámenes no estudiados, los tíos que no llaman, los tesoreros que roban, la subida de la luz, las estrellas del ciclismo que se apagan, nuestros muertos, el paro, la puta huelga de metro, el dinero que te han dado tus tíos y que no quieres ahorrar, el michelín que te sobra... Cualquier cosa menos tú. Pero en todos has dejado una marca. Un tatuaje de ácido, como el que debieron derramar en tu cara. Una huella que nos va erosionando lentamente y nos deja un hueco, como el de la cuenca que un día habitó tu ojo y que hoy es sólo cicatriz rosa. No somos capaces de mirarte al ojo que aún ve, el que aún siente. Ese ojo que debe dolerte aún más que el otro. El tren llegó y todos huimos. Las puertas se cerraron y dejamos atrás Sol, tu estación. Al llegar a la siguiente me di cuenta de que tu historia me perseguía.

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